Todos tenemos nuestras propias verdades, cosas en las que creemos con plena confianza, y la confianza es justamente eso: creer sin saber y aun así apostar. Por eso elijo darle lugar a mis verdades, llamar las cosas por su nombre, algo que aprendí a hacer con el tiempo. Elijo no solapar mis verdaderos sueños en falsas certezas. No esconder el momento de tristeza detrás de una mascara de omnipotencia, darle lugar a mi sentir y a mis tropiezos. Elijo no cruzar frustraciones propias en mi mirada sobre los demás, ni enmascarar procesos detrás de una fachada segura. Elijo creer en el amor real, en lo mutuo, lo bien construido, lo que perdura en el tiempo. Elijo mis propias reglas y mi calma frente al destino, porque nadie, jamás, va a vivir mi vida.
Elijo ser sincera con mi propio corazón y con las voces que no me callo hace rato.
Porque mis elecciones y aprendizajes no tienen que ser las de otros. Por que la fe que mueve mis pasos no pertenece a otros caminos.
Mis verdades, mis creencias, incertidumbres y dudas y cada vez que elijo, entiendo luego la razón.
Elijo todo el tiempo, cambiar la piel, romper mis muros, pelar la cascara. Porque en ese despojo, igual que el árbol en otoño suelta todas las hojas, puedo fortalecer la savia para los nuevos brotes.
De corazón, con el cuerpo temblando y no paralizada por el miedo a fracasar. Así, seria como no intentarlo. Y ya no es válida la opción.
Camino. Aprendo. Amo fuerte. Vivo un montón.
Elijo la semilla, antes que la flor.
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